¿Se imaginan un Departamento de la Felicidad para todos los hospitales?, por @GHRaquel

Cuando es tu mamá la que se enferma

 El mejor regalo para mi madre: un Departamento de la Felicidad para todos los hospitales

Voy en una ambulancia con el corazón partido y agarrada de la mano de mi madre porque nos están trasladando a una nueva clínica. Son las once de la noche de un miércoles de abril de este año y, como diría el comediante Andrés López, no hubo poder humano que convenciera a los médicos de turno de que el traslado se realizara a primera hora del día siguiente, para así permitirle a mi madre, después de haber sufrido incontables incomodidades y dolores, disfrutar de la tranquilidad de una noche de sueño profundo.

“Así son los procedimientos —dicen médicos y paramédicos—. No podemos hacer nada”. Hago tres llamadas buscando un milagro pero mis argumentos aún son insuficientes: “Mi madre es un adulto mayor, el aire frío de la noche la puede resfriar, tiene muy bajas sus defensas…. ¡Por favor, me ofrezco a abonar un extra si es preciso pero no la cambien de sitio a esta hora!”, expreso con insistencia. Miro a los ojos a cada persona del servicio médico de la clínica, catalogada como una de las mejores y más modernas del país, y percibo que la decisión es irreversible. Ellos juegan de locales, pero dicen no poder hacer nada para cambiar la decisión de la entidad de salud a la que mi madre le ha pagado durante años.

Así las cosas, me pongo la 10, como diría mi hijo, voy junto a mi madre, la despierto y le susurro al oído al mejor estilo de la película La vida es bella: “Todo va a estar bien, mamita. Nos vamos a un lugar mejor donde te pueden hacer de inmediato todos los exámenes que necesitas. Estoy acá, vamos juntas y puedes confiar en que todo estará bien”. Ella me mira buscando confianza, y pese a que yo misma no la tengo, le entrego toda la seguridad que necesita en ese instante para apagar sus temores. Me devuelve una sonrisa cansada pero tranquila, luego me subo a la ambulancia y me siento junto a su camilla. A mi lado está un buen hombre de servicio de la institución, quien voluntariamente me ayuda con mi equipaje de recién llegada a mi ciudad natal y con todo el trasteo de mi madre. Lo miro con ojos de inmensa gratitud y en ese momento tomo conciencia del poder de los milagros, aquel poder que tanto he invocado para mi madre desde hace cuatro meses, cuando comenzó todo esto.

En febrero de este año, la agenda estaba prevista para que mi madre, mi esposo y yo nos embarcáramos en unas vacaciones felices y soñadas por la arquitectura seductora de la Barcelona de Gaudí. Este fue mi regalo anticipado de Navidad para mi madre, el cual le entregué personalmente el 1 de octubre de 2017 aprovechando que yo tenía una visita de trabajo a Bucaramanga. Aunque ella estaba emocionadísima por el viaje, recibió la sorpresa con la frase “Ojalá pueda ir”, expresión que en ese momento pasé por alto y que ahora recuerdo perfectamente. ¿Por qué diría “ojala”, si ya todo estaba organizado para que fuera? El tiempo nos daría la respuesta.

A finales de enero de este año 2018, el resultado de unos exámenes médicos de mi madre cambió intempestivamente todos nuestros planes. Llevamos cuatro meses de ires y venires con estadías muy largas en mi ciudad natal, Bucaramanga, a donde me he trasladado desde Bogotá, donde vivo, para apoyar la emergencia médica de mi madre por una afección pulmonar muy grave.

Desde entonces, he dejado mi vida laboral en total receso, y no he tenido un segundo de timidez para cancelar o aplazar amablemente mis compromisos de talleres y conferencias de formación y empoderamiento dentro y fuera del país.  Algo en mi interior me ha hablado claro: “Si tu verdadera vocación es ayudar a otros en su camino personal, ahora quien más necesita tu ayuda es tu propia madre”.

Llegamos a las 11:30 de la noche a la sala de Urgencias de esa nueva clínica autorizada por su EPS, y el lugar que le habían prometido a mi madre no está disponible. El personal médico va y viene indiferentemente y ninguno se detiene en la mirada de quienes estamos en lista de espera para encontrar un lugar tranquilo donde poder dormir una noche en paz. Respiro profundamente, miro a mi madre con optimismo, me autonombro directora del Departamento de Felicidad de ese lugar y le afirmo con total certeza y con una gran sonrisa que ya vienen a asignarnos su módulo individual de atención. Veo entrar personas de diferentes regiones y leo en sus ojos la misma necesidad que tenemos nosotras. El personal médico va de un lado para otro según sus protocolos, están inmersos en los procesos de escribir un informe frente al computador, y escasean los seres humanos que manifiestan el parte de tranquilidad que todos buscamos. Ellos no hablan con los pacientes, pero sí bromean con sus colegas como si nada grave ocurriera a su alrededor.

Pasa una hora larguísima hasta que un médico de turno, después de mi infranqueable insistencia, se conecta con su lado humano –tan olvidado en las clínicas y hospitales de este país– y decide ayudarme con el traslado al cubículo 9 que acaban de desocupar. Siento una enorme gratitud, miro a mi madre y le comunico la buena nueva con una mirada tranquila y entusiasta. Me resulta inevitable en ese momento recordar con profunda nostalgia la infinidad de miradas tranquilizadoras de mi madre cuando yo era una niña: cada vez que sentía miedo al ir al odontólogo, mi primer día de colegio, en una entrada a Urgencias por dolor de mi estómago atiborrado de dulces, durante mi primer desamor, en una noche de truenos, en los días de inseguridad adolescente, y en tantos miles de momentos más. Mi madre siempre estuvo ahí, fuerte, segura, ofreciendo el abrazo más pedido de mi existencia. Ahora era mi turno. Ella, frágil, vulnerable, sutil como un copo de algodón y tan maravillosamente bella como salida de un cuento de Disney, ahora necesitaba mi apoyo y fortaleza.

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Fuente: Raquel Gómez

Estamos celebrando el mes de las madres, y esta época, como nunca antes, me ha puesto de presente el incalculable amor que tengo por la invaluable mujer que me dio la vida, y me ha mostrado cómo nuestro lazo se ha vuelto más fuerte por la adversidad de su doliente estado de salud. Nunca como hoy había vivido de manera tan cercana el dolor de tantas personas desconocidas a las que nos ha unido la hermandad y la solidaridad en una sala de urgencias.

Nunca como hoy había vivido la fría indiferencia de personas cuyo diploma profesional implica un compromiso de servicio a la humanidad, de amor por los enfermos y de curar a los dolientes. Nunca como hoy había escuchado las palabras indolentes de médicos que, sintiéndose dueños de la verdad, le profetizan fecha de deceso a un paciente y describen cómo sus síntomas pueden empeorar cada segundo, hablando inconscientemente frente a él como si ya no existiera. Nunca como hoy había visto las salas de espera de atención prioritaria llenas de pacientes con balas de oxígeno que deben esperar más de dos horas para ser atendidos. Nunca como hoy había visto la crudeza del lenguaje desmotivador de enfermeros y médicos refiriéndose solo a la enfermedad, olvidándose de la persona y de la necesidad de esperanza como energía vital para la sanación.

Nunca como hoy había reconocido los milagros que hemos recibido de tantos desconocidos. Nunca como hoy había valorado la mirada noble de un médico dedicado a mejorar el dolor y comprometido con su misión. Nunca como hoy había agradecido tan profundamente la sonrisa de un portero amigable, la presencia de una enfermera dulce, discreta y amorosa, el mensaje prudente, alentador y reconfortante de un amigo, la compañía de una frase humana, la cercanía de un abrazo esperanzador y el respeto médico ante los designios de Dios que superan cualquier dictamen humano.

Debido a esta experiencia que vivo junto a mi familia, nunca como hoy había visto la necesidad de que todos los hospitales del mundo, por encima de la tecnología,  prioricen el recurso más crucial, humano y necesario en momentos de dolor: un equipo de seres humanos concentrados en aliviar los efectos de la enfermedad en el alma de los pacientes y de sus familias. Un personal entrenado para mostrar el lado bueno de la adversidad, capacitado para mirar a los ojos y sonreír, para dar una palabra de aliento, para recordar lo bueno de cada logro, para conectar al paciente con la alegría de la sencillez. Un interlocutor que ayude a sus pacientes a comprender que a veces suceden cosas malas, pero que también ofrezca el poder del amor con una melodía, una canción, un poema, una visita, una frase, una cartelera de buenos recuerdos, una foto de una mascota o un video familiar, y que ayude a la familia a manejar los momentos difíciles con detalles decisivos que animen la voluntad de vivir.

Me ofrezco a ayudar al primer hospital vanguardista que opte por el amor como su marca diferencial.

Nunca como hoy me había detenido en los ojos de mi madre y en su mirada agradecida, dulce, inmensamente frágil y tierna al ver el video que grabé en su casa de la vista de su ventana hacia el árbol y el jardinero esperando atentos a que ella vuelva sana y valiente.

Nunca como hoy habíamos necesitado en los hospitales del mundo Departamento de la Felicidad que sanen heridas del alma. Nunca como hoy, más allá de celebrar un Día de la Madre más, la mujer que nos dio la vida nos había necesitado a ti y a mí como embajadores de la felicidad que el dolor de la enfermedad no deja ver. Y nunca como hoy había reconocido la necesidad de tanta fuerza interna y amor incondicional, así como de apoyo y reconocimiento por parte de los que nos rodean, para empoderarnos en la difícil tarea de devolverles a nuestros padres una fracción de todo el cuidado que nos han dado a nosotros en tantos años de vida.

 

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