La Navidad ha pasado y ya no podemos sentir su aliento ni mirando por el retrovisor. A estas alturas ya deberíamos estar matriculados en un curso de inglés o en algún otro de los idiomas que nos falta por aprender. Y, sobre todo, tendríamos que haber dejado pagada la inscripción y la primera cuota del gimnasio al que no sabemos si nuestra ajetreada vida nos permitirá ir. Así somos.
Lo confieso: la Navidad me gusta. Me gusta si la imagino como el período en que nos cargamos de buenos propósitos, y siempre y cuando la norma sea que el resto del año esté dedicado a pasar a limpio lo planeado y a poner todo nuestro empeño en hacer los deseos realidad. Soy un ingenuo, lo sé, pero soñar es gratis, ¿no?
Pienso en una post-Navidad con las manos en la masa, pasando a limpio todo lo que nos habíamos propuesto que fuera nuestra entrada en el nuevo año. Sigo soñando y siendo ingenuo, pero imagina que la solidaridad, la paz y el bienestar fueran la norma, la rutina, el día a día de la post-Navidad. Bonito, ¿verdad? Y ¿por qué no?
La realidad manda, y seguramente hemos dejado para el jueves lo de empezar el gimnasio porque teníamos una reunión el martes y salimos tarde. Yo creo que la solución a este entuerto navideño tiene que ver con que no nos planteamos auténticos objetivos para el año nuevo, sino que nos cargamos solo de buenas intenciones.
Me gusta decir que las buenas intenciones son al objetivo lo que el espejismo al agua en el desierto: una ilusión que nos sirve mientras nos la creemos, pero que no va más allá.
Los objetivos tienen que ver con aquello que supone algún cambio efectivo, y este cambio es justamente la motivación que nos va a poner en marcha porque somos conscientes del beneficio obtenido en el esfuerzo por alcanzarlo. Lo demás son sueños, aspiraciones o buenas intenciones. Los objetivos han de ser realistas, alcanzables y medibles. Poder volar es un sueño, conseguir los recursos para pagar un billete de avión es un objetivo. Lo más importante es trabajar asertivamente sobre el presente: ¿Qué vas a hacer para que las cosas ocurran? Ya sabes, es mejor que las musas te pillen trabajando. Y para no perder la brújula, no olvides que, como le dije a un amigo el otro día durante una charla sobre personal branding: «Has de ser tú para ser tu marca».
Durante el Barroco se desarrolló un tipo particular de bodegón llamado vanitas, caracterizado por tener un fuerte componente simbólico. Con la idea de transmitir la inutilidad de los placeres mundanos, la calavera recuerda simbólicamente la brevedad y fragilidad de la vida, y, sobre todo, lo efímero del tiempo que nos es concedido (Memento mori: recuerda que vas a morir). No estaría de más recordarlo a la hora de pasar a limpio nuestro listado de objetivos post-navideños. Que lo que deseamos ser y lo que estamos haciendo caminen siempre de la mano.
Imagen: freepic
Enrique Rueda. Muchas veces los estudios que elegimos inicialmente nada tendrán que ver con nuestro futuro laboral. O eso es lo que creemos. Al tratarse de años cruciales, moldean nuestra forma de ver el mundo. Ese fue mi caso. Aunque estudié Historia del Arte y nunca he abandonado la crítica, me dediqué al marketing y a la coordinación de equipos comerciales, y dudo de que hubiera desempeñado mi labor de la misma forma si hubiera estudiado otra disciplina.